lunes, 29 de abril de 2013

El color del Greko


Nunca en mi vida había visto nada igual, algo tan mágico y expresivo, era una maravilla con solo contemplarlo. Y lo mejor de todo es que a cada uno le producía una sensación como si dependiese de uno mismo lo que te pudiese hacer sentir, como si reflejase un estado de ánimo, una emoción que no reflejaba ningún otro. Lo mirabas, y lo podías respirar y sentir en tu pecho calarse profundo de la misma forma en la que volvías a abrir los ojos y te impactaba otra vez.
Da igual las veces que lo hubieses podido ver, querías volver a verlo más y más, al detalle ya que era algo único, era algo bello, como estar en una ciudad nueva, como la vez en la que te enamoras perdidamente o como cuando te invade esa sensación de brillantez y locura...
¡Y todo eso en un color!
El color Greko, un color lleno de profundidad, un color que estaba en una gama indescriptible.
Un color más alto que el rojo, más bajo que el azul, un color tan brillante como el amarillo pero un color en el fondo verdoso que no podrías decir simplemente que era un simple verde, porque era el Greko. Es el color greko y no hay otro igual.
Madre mía, en mi vida había visto tanta belleza y tan simple. Y eso que solo era un color, no era ni una pintura, ni un cuadro, pero aún así era como una canción que te llenaba los oídos de paz, confianza y sabiduría. Y cuando respirabas delante y lo sentías en el alma bailar contigo te invadía la felicidad y entonces espirabas.

Ví ese color por primera vez cuando estuve en Brazindia, por eso me trae viejos recuerdos de mis viajes por la selva.

-Es un color como una patada en los cojones, -¿perdona? -no he visto color más sobrevalorado.
-Permítame decirle con todo el derecho del mundo que no tiene ni idea, ya no solo de arte, sino de la vida misma.
-Perdone usted pero soy profesor en una prestigiosa escuela de arte además de crítico en una revista, por lo que creo que mi opinión es relevante.
 Un oportunista de la escuela de arte se paró a mi lado para "apreciar" la pintura, por lo visto para los críticos todo tiene que ser negativo, porque si no no lo entiendo. Sí, relevante para quien se quiera creer las pamplinas que diga...
-Pues si no le gusta váyase y no moleste.

¿Por dónde iba? ¡Ah! Sí. Mi excursión por las selvas del trópico de Aries, abriéndome paso solo ante cientos y miles de plantas y animales. Aquello estaba plagado de verde, seguro que era la envidia de muchos que no tienen en el mundo donde viven, pero a esas alturas, cuando me faltaba el oxígeno de tanto caminar buscando el norte tenía el color aborrecido, lo había visto hasta la saciedad en todas sus formas y tonos. Encontré un riachuelo donde me pude parar a beber tranquilamente, el agua corría entre las rocas sin frenarse hasta entrar dentro de mi cantimplora. Provisto de agua no demoré mucho en seguir mi paso para llegar al pie de una montaña. Empecé a subir pensando en que llegaría a lo más alto...

-Qué color más raro -¿y ahora qué quieren?- no había visto nada igual.
-Bueno, señorita, con toda la buena intención del mundo le diré que es un color de lo más interesante y único.
-Sí, puede... pero cansa solo de verlo.
-¿Que cansa?
-Sí, me marea solo de pensar qué puede significar.
-Bueno, pues si le marea el color Greko vaya fuera a tomar el aire, con todo el respeto.
Una bella mujer con pocas dotes descriptivas y un nulo talento para identificar y apreciar el verdadero arte se había parado con la intención de criticar o escuchar una crítica.
Seguro que había oído al otro de antes.

Yo, mientras seguía perdiendo el tiempo como mejor sé, recordando, veía en el color aquello que tanto me marcó aquella vez. Raro. ¿Raro? Sí, es único cómo no va a ser "raro", es un color de lo más especial, eso seguro, pero de ahí a que sea tan impactante y desagradable como para marear, pues no sé. Yo sigo aquí de pie y no me he tambaleado ni una vez. Además, el sentido del equilibrio está en el oído, no en los ojos... creo que la mujer confunde la metáfora con la sinestesia.

Hacía viento helado. El aire acondicionado estaba puesto por eso no hacía calor, pero el calor sofocante de aquella montaña solo podía atenuarse con el aire que se llevaba mi cansancio y agotamiento de músculos de tanto trepar y escalar ladera arriba. Lo que sí que podría afirmar con seguridad era que a mayor altura mayor vértigo, desde luego, cuanto más alto subes mayor sería la caída y bueno, seguro que a partir de cierta altura las consecuencias serían las mismas, pero por aquel entonces no me permitía pensar en eso. Lo único que me faltaba era tambalearme subiendo casi en vertical. No me permití pararme a comer, y no porque no tuviera hambre, todo lo que necesitaba lo tenía a mi alcance. Una cantimplora llena de agua y el orgullo y la sana ambición de cumplir un sueño, llegar a una meta que me había propuesto.

-¡Hala! ¡Qué chulo! -dijo una inocente voz- ¿Puedo tocarlo?
-Bueno, con lo que vale no te lo recomiendo...
-Ah...
-¿Y tu mamá?
-Fuera, tomando el aire.
-Vaya. ¿Entonces no te has perdido?
-Me gusta mucho ese color.
-Vaya, interesante. Y, ¿Porqué dices que te gusta?
-No sé, es bonito y nuevo y muchas cosas y... no sé.

Creo que es lo más inteligente que nadie ha dicho hasta ahora. Me quedé contemplando el color un rato más con mi nuevo compañero hasta que vino la madre a llevárselo tirándole de la mano.
Se fue tambaleándose un poco, aún no sé si porque vio la pintura otra vez o porque el niño insistía y se resistía a la madre moviéndose para arriba y para adelante. En fin, niños... adorables.

Cuando pude llegar arriba vi que la cima de la montaña no era más que el principio de un vaivén de serranías, una cada vez más alta que la anterior hasta que se perdía el verde entre las nubes y la nieve de las montañas más altas. Podía sentir como si todos los animales de la selva se riesen de mi por querer escalar una falsa cima, y cuanto más permanecía en la verde cima menos valor tenía para mi, como si olvidase todo el esfuerzo que había hecho para llegar hasta ahí, y como si no sintiese cansancio y dolor alguno me puse en camino, pero a los pocos pasos tropecé conmigo mismo de desfallecimiento y caí de cara al suelo. En lo que tardé en recuperarme y alzar la mirada, avisté, no muy lejos, sobre una roca, un gecko que abría la boca , seguro que partiéndose de risa de mi. Ahí estaba yo, creyendo escuchar a un gecko hacer ja-ja. Los dos estábamos igual, tumbados, aunque él estaba por encima de mi, completamente parado. Me miraba impasivo, sin miedo, a pesar de la diferencia de tamaño y altura. Me puse de pie y seguí mi camino.

Cuando llegué a la siguiente montaña ahí estaba él. No puede ser. ¿Sería el mismo gecko que me ha seguido y me ha adelantado? En cualquier caso se parecía mucho, solo que como estábamos a más altura, su color verdoso se atenuaba, seguramente por el frío, claro, así se podría camuflar mejor entre las montañas que empezaban a tener nieve. Sería un buen compañero si pudiera hablar, pero me conformaba con hablarle yo de vez en cuando para luchar contra la soledad, la fatiga y la deshidratación a riesgo de favorecer la locura. Me había quedado sin agua. Me acerqué a un montón de nieve, cogí el agua congelada con las manos desnudas y la metí en la cantimplora, y para tener agua más tarde la guardé en el pecho para calentarla. Abandoné en la segunda montaña al segundo gecko y seguí mi camino.

Horas y horas anduve perdido pero en línea recta sin mirar hacia atrás, seguía decidido a conquistar la colina más alta que había podido ver nunca y seguro que la satisfacción de coronarla sería eterna. Estuve pensando en eso hasta que llegué a la siguiente colina para encontrarme, fíjate tú qué sorpresa con un tercer gecko.
Pero este Gecko no era como el resto de geckos, estaba cubierto de nieve por lo que era prácticamente blanco, y tenía los ojos cerrados pero sentía que aún estaba vivo, se movía como podía, respiraba.
Pude ver a través de las nubes la cima de todas las montañas que no quedaban lejos, sentía que no tenía frenos. Nada podía pararme. Como si estuviese acompañado por una fuerza sobrehumana que me permitía seguir sin descanso hasta llegar a cumplir mis sueños, pero sentí en el fondo que esto era más importante. Me metí por dentro de la ropa la mano para olvidar mi cantimplora donde yacía el Gecko al que cogí y resguardé dentro de mi pecho. Estaba helado, pero sé que si hubiera podido hablar me lo agradecería.
Conforme bajaba, mucho más rápido que cuando subía, el resto de geckos de las demás cimas que ya había pisado siguieron mi paso.

Llegamos a bajo y saqué a mi compañero. Lo había salvado del peligro de morir congelado en la cima de la montaña, aunque a veces pienso que él me salvó a mi.
Le vi coger un color vivo, majestuoso, lleno de vida y me  agradeció agachando la cabeza tal acto que había hecho y mientras el resto de geckos se quedaron mirando.
Y esta fue la primera vez que vi el color Greko, y nunca lo olvidaré, tanto es así que aquí lo he plasmado en esta pintura de un solo color, y por más que quiero creer que vendrá alguien a admirarlo, no dejo de pensar que para cuando vengan yo ya no estaré.

En el cuadro El Grecko firmaba un tal Aaron J. Martin.

miércoles, 24 de abril de 2013

Partiendo

Y corriendo, como mejor despedida, hablábamos de nuestros placeres de la vida;
cuando llegamos, el tren aún en la salida,
demoró el tiempo justo para que ella tuviera el tiempo y la iniciativa de acercarse
junto a su amiga; que mientras tras varios amagos de partir,
nos despedían amistosamente con la mano, hasta ese precioso y preciso momento en el que ambos nos dimos un típico dos besos.
Dos besos que cerraron y cerró diciendo "adiós", de un "adiós" que los dos sabíamos que era un "hasta luego".