miércoles, 27 de marzo de 2013

En el Sam jazz

A Julius Epstein y su hermano Brian, parientes lejanos, les gustó pasar por aquí este verano. El Sam Jazz. Y yo estaba allí. Y también Jimmy y su bandajazz sonando. El batería Charles Baker el único blanco junto a Jimmy Evans, el pianista. Dos saxofonistas y un trompeta conocido como John Dewey, y el contrabajista Jaco Jones. A penas tenían unas miserias de cacahuetes salados  pero cada músico tenía su bebida, aunque no se permitían el lujo de pararse mucho tiempo para descansar, ni para presentarse si quiera. Se dedicaban sencillamente a tocar temas, horas y horas sin descanso, con improvisaciones musicales eternas y canciones muy largas. De ritmos tranquilos a un sonido extasiado y muy movido, irresistible, amenizaban de tal forma que era imposible dejar de seguirlos. 




Ellos vivían de la calle, en el gueto en una casa blanca, pero estábamos destinados a vivir en New York. Y estuvieron aquí, en Second City. Y aquí estaban estos grandes músicos, en un sótano del gueto de jazz


La guerra quedaba lejos y la ley seca no era más que un motivo de diversión rebelde. Las Flappers venían, bebían, besaban, fumaban, y se iban con alguno. Alegraban la vista con su pelos cortos de color del azabache. Llevaban maquillajes, pulseras y collares, parecían ciertamente la atracción principal, lo cual convertiría al jazz en algo meramente secundario. Como en una película, pero en color. Vivíamos en la época más avanzada de todas, teníamos la última tecnología, teléfonos, radios, cines... pero preferíamos pasar tiempo en un garito con los músicos del Sam Jazz. Qué jazz, qué swing, qué ritmo, qué sonido sacan. Grandes músicos, grandes momentos. Ah... los años 20. Locos tiempos de júbilo y satisfacción. Y escuchando la mejor música de todas, la más pura, la que se vive, la que se siente, la que se improvisa. Parece mentira que la música venga de negros... 


El ambiente estaba caldeado, cargado de humo y sudor musical. La intensidad de los instrumentos y la humedad del ambiente crecía a un ritmo cada vez más desmesurado. El saxo principal, John Parker, se puso a hacer un solo. Un público entusiasmado y excitado aplaudía y admiraba la pasión con la que este hacía contornear las ondas sonoras. Y cómo movía los labios, las manos, y la cabeza de abajo arriba con cada intensa subida musical a una nota aguda... En cuanto acabó siguió Daniel Davids demostrando que no había ningún saxo principal. Incluso el batería, al cual se le podía ver desbaratar agitadamente los brazos haciendo compases y ritmos de lo más marchosos que daban ganas de bailar hasta al fino oído de los gatos en pijama que había detrás del callejón captando el sonidos terminaban por dejarse llevar a ritmo de jazz. Las chicas bailaban de forma provocativa moviendo las caderas y rodillas esperando para las primeras fiestas de caricias con los cachorros con los que apretarse y jugar abiertamente, y te aseguro que volvían con el pintalabios intacto. Tenían largas boquillas por donde fumaban cigarrillos, coches rápidos o motos que desafiaban a cualquier hombre con una velocidad de vértigo, pero la más atrevida de todas era ella. Mejor que un pastelito de queso y eso que me gustan los pastelitos de queso. Estaba como un queso de los grandes y buenos, cual Gruyère, y cual Garçonne, inteligente y muy culta; digna de ser reverenciada, pero eso es algo que no puedo expresar, tendrías que estar allí para sentir lo que siento. 





Y allí estaba ella, en lo alto de las escaleras, buscando con la mirada entre humo verde y polvo blanco, y entre siluetas oscuras y llamas rojizas de velas me encontró. Notó que la miraba, me saludó enérgicamente y sonrió. Le devolví el saludo gentil y calmadamente, no como si fuera una alegre y entusiasmada joven. La invité a sentarse retirándole la silla después de besarle en la mano y se sentó cual muñeca de porcelana haría. 


-Una muy buena velada nos espera... -decía ella antes de que pudiera volverme a sentar- Perdona por la tardanza, tenía que ir a ver a un hombre por un perro. -dijo alegremente algo contenta.




-Bueno, yo vengo de la barra, cual sabueso. -le dije compartiendo un Ginger beer- Te estoy camelando.


Ella rió desconsoladamente hasta terminar con una sonrisa con te podía enseñar todos sus dientes. Mientras nos dedicamos un rato a escuchar una canción de 7 minutos, cuando se ponían a hacer un solo los músicos de jazz... y cuando empezó el piano y el saxo una balada sensual seguíamos absortos y sin decir nada. Intercambiando miradas, mordiéndonos los labios, ah, caricias en el pelo... la música era nuestra voz. Apenas hablamos. Nos dejamos engatusar por el momento. Nos mantuvimos la mirada un rato más y bebimos juntos Ginger Beer.

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