martes, 11 de diciembre de 2012

Empanadilla de Móstoles

Da igual cómo te vaya el día, si has dormido poco, si has tenido prisa y no te has podido meter en el cuerpo un desayuno sólido o si el día se avecina con tormenta, no te has levantado con el mejor de los ánimos y encima tienes que aguantar por la mañana cualquier cosa insufrible. El momento sagrado de la hora del almuerzo no me lo quita nadie. Ese momento justo antes de llegar al horno habitual, que vas dejando atrás otros con un olor a pan horneado que más que alimentar o quitar el hambre lo elevan a su máxima exponencia, donde al llegar te atiende la joven y maja encargada de todos los días para preguntarte "¿Qué desea?" y lo único que me viene a la boca es un pedazo de cielo "Una empanadilla".
Sí, puede parecer ridículo, puede parecer una chorrada, pero se está convirtiendo más que en un hábito, en una tradición. Da igual cómo te sientas de mal, no hay nada que no pueda remediar esa empanadilla de atún desde el primer bocado hasta bien pasado ese mágico final. Venía pensando mientras la devoraba lentamente, ya que es de los pocos placeres que me permito degustar con tanta tranquilidad, "¡Madre mía! Si existiese una montaña mágica en el cielo sabría a esto". Porque claro, llamarlo un pedazo de cielo con lo marrón que es, pues no parecía muy lógico. Y es que esa punta final, es, es... oh; no sé muy bien qué es, ni si quiera se me da bien especificar o explicar a qué sabe. Es algo que hay que probar al menos una vez en la vida, en concreto esa punta que culmina un buen almuerzo. Una punta crujiente, roscada (de tostada o de "quemado"... como si fuera el "roscaet" de las empanadillas), con un sabor a aceite de oliva insuperable. Venía pensando que no lo cambiaría por nada, y me acordaba de un viejo capítulo de los Simpson en el que Homer tiene que decidir entre un boleto de la suerte premiado o una "Yodel" (una especie de dulce americano que a saber cómo se escribe)... "Ojalá tuviera aquí esa empanadilla para poderla de gustar otra vez".
Es como esa sensación que te viene a las fosas nasales y por tanto a lo más profundo del alma, cuando con una buena comida o después te suenas la nariz y te viene una oleada de sabor... pues eso. La verdad, me fijo mucho en los detalles, aunque no podría asegurar si cada vez que estoy disfrutando de un buen plato me sueno cada vez, sí podría afirmar con seguridad que aquella empanadilla de pisto con atún se me queda cada vez muy dentro del alma. Y que, por tanto, ese último pedazo de montaña diminuta que roza las nubes celestiales cuando se deshace en la boca es algo verdaderamente mágico.

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